¿Qué es la Biblia?
La Biblia o Sagrada Escritura es la colección de libros que escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y, como tales libros divinos e inspirados han sido entregados a la Iglesia ( cfr Conc. Vaticano I, Const. Dogm. Dei Filius, cap. 2).
Por tanto, si queremos entender qué son estos libros sagrados, lo primero que hay que hacer notar es que esos libros, a diferencia de todos los demás que existen en el mundo, tienen dos características propias y exclusivas: la primera es que tienen origen divino, debido a una acción peculiar que es la inspiración divina de la Sagrada Escritura; la segunda es que la Biblia ha sido entregada por Dios a su Iglesia, como un sagrado depósito y don divino, que ha de guardar, interpretar y exponer a los hombres para que estos, conociendo y amando a Dios en esta vida, puedan recibir la bienaventuranza eterna.
Debemos tener ante la vista que la lectura de la Sagrada Escritura, además de darnos un conocimiento de lo que es Dios en sí mismo, debe producir en nosotros un aumento del amor de Dios y del prójimo; es más, se puede afirmar que si no se consigue este aumento de la caridad no se ha entendido del todo la Sagrada Escritura: << Todo el que conozca que el fin de la Ley es la caridad que procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe no fingida (1 Cor 13,8-13), prefiriendo todo el conocimiento de la divina Escritura a otras cosas, dedíquese con confianza a exponer los libros divinos. El que juzga haber entendido las divinas Escrituras o alguna parte de ellas y con esta inteligencia no edifica el doble amor de Dios y del prójimo, aún no las entendió >> (S. Agustín, De doctrina christiana, 1, 36,40; 1 40,44).
Explicaremos después más detenidamente esas dos características; queremos ahora, como un paso previo, exponer unas cuantas nociones acerca de la Revelación Divina.
LA REVELACIÓN DIVINA
Literalmente la palabra << Revelación >> significa quitar el velo que oculta algo. En el lenguaje religioso quiere decir la manifestación que Dios hace a los hombres de su propio ser y de aquellas otras verdades necesarias o convenientes para la salvación. Dios se da a conocer al hombre de dos maneras: una es a través de sus criaturas, al modo como un artista a través de su obra; éste es nuestro conocimiento natural, acerca de Dios, descrito con gran fuerza poética en el Antiguo Testamento en el libro de la Sabiduría: << Vanos son por naturaleza todos los hombres que no conocen a Dios y que no son capaces de conocer por los bienes que disfrutan a Aquel que es, y por la consideración de las obras no conocen al artífice. Sino que al fuego, al viento, a la brisa, o a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los astros del cielo, los tomaron por dioses rectores del mundo. Pues si seducidos por su belleza los tienen por dioses, deberían conocer cuánto más es el Señor de todos ellos, pues es el autor mismo de la belleza quien hizo todas estas cosas. Y si se admiraron del poder y de la fuerza, deduzcan de ahí cuánto más poderoso es el que los hizo; pues de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, pensando, a conocer al Hacedor de todas ellas >> (Sap 13,1-5). Esto es lo que el Apóstol San Pablo recordará a los romanos, cuando escribía que las perfecciones invisibles de Dios se hacen visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas, en concreto, su eterno poder y su divinidad (cfr Rom 1,20).
Pero Dios no se ha contentado con que el hombre tenga ese conocimiento natural, sino que El mismo se ha dado a conocer de una manera directa: << Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado en el Hijo, a quien constituyó heredero de todo y por quien hizo también el mundo >> (Heb 1,1-2). Esta acción de Dios es la Revelación sobrenatural o divina.
Con una sabia pedagogía Dios escogió al pueblo de Israel para manifestarse gradualmente, por medio de los profetas, en el Antiguo Testamento. Esta revelación tiene su plenitud en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que nos ha
comunicado toda la verdad. << Dios quiso que lo que había revelado para la salvación de todos los pueblos, se conservara íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso, Cristo, Nuestro Señor, plenitud de la Revelación, mandó a los Apóstoles predicar a todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos; el Evangelio prometido por los profetas que El mismo cumplió y promulgó con su boca. Este mandato se cumplió fielmente, pues los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó; además los mismos Apóstoles. y otros varones apostólicos, pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo >> (Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, n.7).
Así en la Iglesia, junto a la Sagrada Escritura, existe la Sagrada Tradición. Ambas constituyen el depósito de la Revelación de Dios referente a la fe y las costumbres entregado por Cristo a los Apóstoles y por éstos a sus sucesores hasta llegar a nosotros.
De esta forma la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura son los dos cauces por los que nos llega la Revelación salvadora de Dios: << La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas, manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, se ordenan hacia el mismo fin >> (Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, n.9).
Gracias a la Tradición, la Iglesia conoce el canon de los libros sagrados y los entiende cada vez con más profundidad. Por esta razón, la Sagrada Escritura no puede ser entendida sin la Sagrada Tradición.
Esta Sagrada Tradición se contiene principalmente en las enseñanzas del Magisterio universal de la Iglesia, en los escritos de los Santos Padres, y en las palabras y usos de la Sagrada Liturgia.
Tanto la Tradición como la Escritura han sido confiadas a la Iglesia, y dentro de ella, sólo al Magisterio corresponde interpretarlas auténticamente y predicarlas con autoridad. Y así, ambas se han de recibir e interpretar con el mismo espíritu de devoción (cfr Conc. Tridentino, Decr. De libris sacris et de traditionibus recipiendis).
LA DIVINA INSPIRACIÓN DE LA BIBLIA
¿Cómo actúa esa acción divina de la inspiración sobre los autores humanos de los Libros Sagrados?
La inspiración divina ilustra su inteligencia para que puedan concebir con rectitud todo aquello y sólo aquello que Dios quiere que escriban; es también una moción infalible, aunque sin menoscabo de la libertad del escritor sagrado, que mueve la voluntad de éste para escribir fielmente lo que ha concebido en su inteligencia; por último consiste también en una ayuda eficaz para que el hagiógrafo encuentre el lenguaje y los modos apropiados para expresar aptamente y con infalible vcerdad todo lo que ha concebido y querido escribir (cfr León XIII, Enc. Providentissimus Deus).
De este modo Dios es el autor principal de la Sagrada Escritura y los escritores sagrados (hagiógrafos) también verdaderos autores, aunque subordinados a modo de instrumento, inteligente y libre, en manos de Dios (León XIII, ibid. y Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, n. 11).
Según esto, el libro inspirado es el fruto de una acción de Dios y del hagiógrafo, de modo que todos los conceptos y todas las palabras del texto sagrado se deben simultáneamente a Dios y a su instrumento el hagiógrafo. Nada hay en la Biblia, pues, que no esté inspirado por Dios.
EL MENSAJE DE LA BIBLIA
La Biblia no nos habla de Dios a la manera de los otros libros, sino que en ella Dios nos habla de sí mismo, lo cual es distinto. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son Palabra de Dios, palabra viva y vivificante. Existe ciertamente en la Biblia- además de la narración de hechos históricos- todo un sublime cuerpo de enseñanzas; de ellas se desprende una profunda filosofía, y todo un conjunto de principios éticos. Pero la presentación de todo ese tesoro de verdades se efectúa de modo concreto, vivo; porque está ligado a acontecimientos reales: intervenciones de Dios en la historia: p.ej., los primeros capítulos del Génesis, al narrarnos los orígenes del mundo y del hombre, contienen unas profundas enseñanzas no sólo de orden sobrenatural, sino también natural. como que Dios creó de la nada todos los seres; cuando leemos que Dios creó los cielos y la tierra, vemos inmediatamente que Dios es creador y trascendente al mundo; que el hombre es criatura de Dios.
La Biblia contiene lo más importante de la historia humana en orden a a nuestra salvación; a través de esa historia, y como motor interno que la impulsa, hay otra realidad, histórica también, menos perceptible: los impulsos, fuerzas y sentimientos que Dios ha ido poniendo en los protagonistas de esa historia o en los autores sagrados que pusieron por escrito tales acontecimientos. Hay, pues, en el interior de esa historia humana como otra historia que hace Dios a través de nosotros los hombres, en favor nuestro y con nuestra colaboración o a pesar de nosotros. Fundamentalmente la Biblia es Historia de la Salvación, o mejor dicho, la historia de la salvación divina de los hombres. Y en el medio de ella se alza la clave para entender esa historia: la Muerte y Resurrección de Jesús. En efecto, la Cruz es la gran explicación de esa historia: para salvar al mundo, Dios se hace hombre y se deja enclavar en la Cruz como un malhechor; pero al tercer día resucita de entre los muertos. Así salva Dios a la humanidad de la esclavitud del pecado, de la muerte y del demonio. esa Encarnación-Muerte-Resurrección, o dicho de otro modo, ese misterioso Dios-Hombre; Jesucristo, es efectivamente, el centro de la Biblia: desde las primeras páginas del Génesis, hasta las últimas del Apocalipsis, todo tiende primero y depende después de Cristo muerto y resucitado. Y una vez que la Cruz ha sido alzada en las afueras de Jerusalén y en el centro de la historia, ésta y el mundo no pueden tener sentido alguno al margen de esa Cruz. En ese momento la historia de la salvación alcanza su punto culminante. El más grande Amor de Dios, Todopoderoso, humillándose hasta la muerte, alcanza la victoria sobre ésta, sobre el mal, sobre las potencias demoníacas. Ahí está el misterio de la Cruz: para vivir, se muere; para vencer, se pierde. Antes de Jesús, desde la caída original de nuestros primeros padres, todo es promesa, preparación, espera. Después, todo es cumplimiento, realidad, aunque también en esperanza y en fe, hasta que llegue la consumación de los siglos.
La historia bíblica tiene también un comienzo, pero, a diferencia de la historia profana, que sólo narra episodios ya acaecidos, la bíblica tiene un final ya en cierto modo escrito. ese comienzo es la creación del hombre y su inmediata elevación a un estado de justicia y santidad, de felicidad, luego dramáticamente perdido. El final es la visión del Cielo, bajo la imagen de la Jerusalén celestial, la futura ciudad santa de Dios. Esta historia bíblica se desarrolla a través del tiempo y del espacio. Podemos reconocer en ella unas edades, en las que se divide, a grandes rasgos:
1.ª Después del paraíso perdido corrieron lentamente los tiempos. Dios inmediatamente después del pecado original de nuestros primeros padres, promete el futuro Salvador, que nacería de la estirpe de la Mujer (cfr Gen 3,15; pasaje llamado «protoevangelio», es decir << primer evangelio >> o buena noticia de la salvación). Transcurrieron después los siglos en los que Dios no abandonó del todo a la humanidad. Así, manifestó su misericordia con los antiguos patriarcas, como Henoc, y sobre todo Noé, con quien entró en especiales relaciones de alianza. En el discurso a los atenienses en el Areópago, S.Pablo llama a esta edad los «tiempos de la ignorancia» (Act 17,29-30), y en su acrta a los Romanos, << tiempos de la paciencia de Dios >> (Rom 3,26); en el discurso a los ciudadanos de Licaonia habla S.Pablo de que en esa edad Dios permitió que las gentes siguiesen sus propios caminos (Act 14,16). Durante este período Dios «tiene paciencia», tolera que la humanidad experimente en sí misma las funestas consecuencias del pecado y de la ignorancia del verdadero Dios.
2ª Llegado un determinado momento, Dios interviene de modo más decisivo en la historia humana: es la vocación de Abrahán seguida de la promesa: << en ti (en tu descendencia) serán benditas todas las tribus de la tierra (Gen 12,3). Este es el << tiempo de la promesa >> según el discurso de S.Esteban (Act 7,17). Desde aquí, la humanidad anda dividida: de un lado, el pueblo que nace de Abrahán; de otro, el gran resto de la humanidad, los gentiles. La vida humana fuerq del pueblo elegido se regía por principios esculpidos por Dios en la conciencia (cfr Rom 2,12-15); esos hombres podían salvarse mediante el cumplimiento de la ley natural, ya que Dios no niega la gracia a quien hace lo que está de su parte. Pero los hombres, en gran proporción, ahogaron la voz de su conciencia y vivieron en el pecado (cfr Rom 1,18-32).
3ª Una nueva intervención divina inicia como una tercera edad, el «tiempo de la Ley». Dios elige esta vez a Moisés, revelándole su propia intimidad en el episodio de la zarza ardiente (Ex 3,14-17) y estableciendo un pacto, la Alianza del Sinaí (cfr Ex caps. 19-24; Dt cap. 29), en la que Dios da a los hebreos la Ley, que habrían de cumplir para mostrar su fidelidad a la Alianza. Dios constituye así a los clanes hebreos en su pueblo, el pueblo de Dios. Desde entonces (siglo XIII a.C) hasta Jesucristo, la historia bíblica no es otra que la historia de la Alianza antigua, la historia del Antiguo Testamento.
La Alianza, Ley dada por medio de Moisés, punto de arranque del pueblo elegido, será el centro de resurgimiento hacia el cual deberá tornar una y otra vez después de sus crisis y de sus caídas, para volver y permanecer fiel a su vocación de Pueblo de Dios. En momentos graves, o especialmente solemnes, se renovará la antigua Alianza. Sucederán épocas diversas: la de la conquista de Canaán bajo el caudillaje de Josué (fines del siglo XIII a.C); el período de las tribus dispersas (siglo XII y primera mitad del XI), agrupadas parcial y ocasionalmente bajo los Jueces; los largos siglos de la monarquía hebrea (siglos XI-VI a.C), en los que los profetas ejercitarán un trascendental ministerio religioso y volverán a exhortar al pueblo y a sus dirigentes para que retornen al espíritu auténtico de la Alianza y de la Ley; la gran crisis nacional y religiosa del exilio de Babilonia (siglo VI a.C), terrible prueba de la que el alma israelita se rehace gracias a los profetas y a algunos dirigentes de profundidad religiosa, como Nehemías y Esdras; y, finalmente, el largo período posterior al exilio (siglos V al I a.C.), no exento de peligros y momentos graves, como la helenización forzada a la que quisieron someter a los monarcas seléucidas de Siria a los judíos y contra la que éstos se sublevaron bajo el caudillaje de los Macabeos (siglo II a.C.).
Durante estos largos siglos se fue forjando a la vez la Religión y la Historia de Israel. A impulsos del Espíritu Divino los Jueces, los Reyes y los caudillos defendieron la independencia nacional, condición necesaria para conservar la pureza monoteísta de la religión revelada del A.T. A impulsos del mismo Espíritu, los Profetas fueron enseñando las verdades de la Revelación: unos acentuaron la responsabilidad moral y social del pueblo De Dios (por ejemplo, Amós); otros el infinito y entrañable amor de Dios por su pueblo (por ejemplo, Oseas); o la inefable trascendencia de de la majestad divina (por ejemplo, Isaías); o bien la necesidad de la confianza sin límites en Dios (por ejemplo, Jeremías); o la responsabilidad individual frente al anonimato de la colectividad (por ejemplo, Ezequiel); etc. Mientras tanto, un río conductor de la esperanza se fue haciendo cada vez más caudaloso, formando el cauce de la predicación profética: el mesianismo del Antiguo Testamento, que tendrá su cumplimiento en la Persona y obra de Jesús el Cristo, el Mesías. Al mismo tiempo, y sobre todo en los últimos siglos de la historia del Antiguas Testamento, y también a impulsos del mismo Espíritu Divino se ha ido desarrollando la sabiduría hebrea: espíritus selectos, escogidos por Dios, formados en la meditación de la Ley y en las enseñanzas de los profetas y cultivados en la reflexión profunda sobre la vida, irán labrando, bajo la inspiración del Espíritu Santo, la llamada literatura sapiencial del Antiguo Testamento, que completará la Revelación, preparando a los hombres para la venida del Mesías Salvador en la «plenitud de los tiempos».
4ª Por fin, la «plenitud de los tiempos»: la Encarnación del Verbo de Dios, Jesucristo. Por su vida sobre la tierra, por su sacrificio en la Cruz seguido de su Resurrección gloriosa, Jesús alcanza la victoria sobre los poderes y fuerzas que esclavizan a la humanidad. Jesús trae como una nueva y definitiva creación, aunque muy distinta de la primera. El es el nuevo Adán, según la imagen de S.Pablo, primogénito de toda la creación renovada; El es la cabeza del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, no asentada sobre la «carne y la sangre», sino sobre el espíritu y la caridad y la Nueva Alianza en la propia Sangre de Jesús. Por su Resurrección y Ascensión al Cielo, la Humanidad de Jesús, unida a su Divinidad en la misma y única Persona del Verbo (unión hipostática), recibe del Padre el Señorío sobre toda la creación, visible e invisible, terrestre y celestial: han comenzado los últimos tiempos de la historia.
¿CUÁLES SON LOS LIBROS QUE INTEGRAN LA BIBLIA?
Puesto que la inspiración divina de la Biblia es una gracia sobrenatural, sólo Dios puede revelar cuáles son en concreto los libros inspirados por El. La lista de los libros inspirados constituye el Canon Bíblico. La realidad revelada del Canon Bíblico está en la fe de la Iglesia desde sus orígenes. Los testimonios documentales más importantes que se conservan de esta fe son los decretos de los concilios de Cartago (alrededor del año 400), y algunos otros documentos del Magisterio ordinario desde el siglo V. El Concilio Florentino (1441), a su vez, recogió esta Tradición de la Iglesia. Esta verdad de fe fue definida solemnemente por el Concilio de Trento (1546), para salir al paso de los errores de los protestantes. Finalmente, el Concilio Vaticano I (1870) reiteró de modo solemne la definición del Tridentino.
El concepto de canonicidad presupone el de inspiración: un libro es canónico cuando habiendo sido escrito bajo la Inspiración Divina es reconocido y propuesto como tal por la Iglesia. La Iglesia no define como canónico ningún libro que no sea inspirado. El criterio que ha servido al Magisterio de la Iglesia para la definición de cuales son en concreto los libros inspirados y canónicos es la Sagrada Tradición, que arranca de Jesús y los Apóstoles, interpretada con la asistencia del Espíritu Santo.
Los libros del Canon de Trento, son los que reproducen las ediciones católicas de la Biblia.
CONSERVACIÓN DE LOS LIBROS SAGRADOS
Una vez abordada la pregunta qué es la Biblia y cuáles son en concreto los libros que la integran, surge una tercera: los libros de la Sagrada Escritura que hoy leemos ¿qué relación tienen con los originales que salieron de las manos de los autores inspirados? O en otras palabras: ¿conservan y reproducen el texto original inspirado?
Advirtamos en primer lugar que no conservamos ningún manuscrito que sea autógrafo, es decir, salido de las manos de su autor, sino sólo copias, directas o indirectas del autógrafo. Esta circunstancia es idéntica a la que se produce con los restantes monumentos literarios de la antigüedad.
Los libros del Antiguo Testamento fueron escritos originalmente en hebreo, a excepción del libro de la Sabiduría y del II de los Macabeos, que lo fueron en griego; también algunos fragmentos pequeños de otros libros, fueron escritos por sus autores en griego o arameo. El Nuevo Testamento, en cambio, fue todo él escrito originalmente en griego, a excepción de la primera redacción del Evangelio de S. Mateo, que lo fue en arameo o hebreo.
Igualmente, por lo que se refiere a las fechas de composición, el Antiguo Testamento comienza a ser escrito posiblemente a fines del siglo XIII a. C., y termina a fines del II a.C.: un largo período, pues, de unos once siglos. El Nuevo Testamento, en cambio, fue redactado en el breve tiempo de cincuenta años, que aproximadamente van del 50 al 100.
Pues bien, la Biblia, y de modo especial el Nuevo Testamento, es sin comparación posible con cualquier otro monumento literario de la antigüedad, el mejor y más abundantemente documentado: como dato elocuente de contraste entre la Biblia y cualquier otra literatura, se puede citar el hecho de que las obras literarias cumbres de la antigüedad, como la Iliada y la Odisea de Homero y algunas obras de Aristóteles y Platón, que son de las que más manuscritos poseemos, éstas en ningún caso llegan al millar de copias; es más, sólo se conservan unas pocas decenas, y en su mayor parte, de época muy tardía (entre los siglos X y XV). En cambio, de la Biblia conservamos unos 6.000 manuscritos en las lenguas originales (hebreo y griego), y unos 40.000 manuscritos en antiquísimas versiones (copto, latín, armeno, arameo, etcétera).
Por esto, la Biblia, además de su autoridad divina, goza también de una verificabilidad histórico-crítica incomparablemente superior a cualquier obra literaria antigua.
INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIA
<< El sentido auténtico de las Sagradas Escrituras sólo podemos conocerlo por la Iglesia, porque sólo la Iglesia no puede errar en su interpretación >> (Catecismo Mayor, n. 887). Ya de la definición de la Sagrada Escritura, enseñada por el Concilio Vaticano I, se desprende otra de las condiciones esenciales de la interpretación de la Biblia, a saber, que únicamente la Iglesia mediante su Magisterio, es el intérprete auténtico de la Sagrada Escritura. Y esto en el doble sentido positivo y negativo: hay que aceptar como sentido bíblico el que haya sido propuesto por el Magisterio de la Iglesia (bien directamente o bien de una manera indirecta); se ha de rechazar toda interpretación que no concuerde con ese sentido propuesto por el Magisterio. Por ello la Sagrada Escritura no puede ser entendida por quien no tenga la fe cristiana. Ocurre ante la Biblia algo parecido a como ocurre ante la figura de Jesucristo: quien no tenga la fe, solamente podrá ver en Jesús a un hombre evidentemente extraordinario y singular; pero con ello queda muy lejos de la verdad, y por tanto, no entenderá a Jesucristo quien no crea que es el Hijo de Dios Encarnado, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el único Salvador y Redentor de las humanidad…
Paralelamente, la Biblia, en su sentido profundo, no puede ser entendida por quien no crea en su Divina Inspiración y en que tiene a Dios por autor principal. Este hecho es norma imprescindible para una recta interpretación de la Biblia, no pudiendo ser sustituida por ninguna técnica humana: literaria, histórica, filosófica, etc.
S.Agustín, después de aclarara varias dificultades sobre la interpretación de las Escritura, respondía a un amigo suyo: «Hágase cristiano el que las ha propuesto, no sea que si espera resolver todas las cuestiones acerca de los libros santos, acabe esta vida antes de pasar de la muerte a la vida. Hay innumerables problemas que no pueden resolverse antes de creer, bajo el riesgo de terminar la vida sin fe. Una vez aceptada la fe, pueden estudiarse con ahínco para ejercitar la piadosa delectación de la mente fiel» (Epístola 102, 6,38).
En cuanto que es también un libro humano, de notable antigüedad, son útiles a veces ciertas aclaraciones de carácter histórico, literario, etc., como ocurre con cualquier documento antiguo.
A este propósito podemos recordar la comparación que hacía S.Agustín: los israelitas al salir de Egipto llevaron consigo objetos valiosos de oro, plata, piedras preciosas, vestidos, etc., que los egipcios utilizaban para un adorno personal, o para el culto idolátrico. Pero precisamente de esos objetos preciosos, se valieron los hebreos para fabricar los ornamentos para rendir culto al verdadero Dios. El santo obispo de Hipona recoge esta idea aplicándola al uso de las ciencias humanas (filosofía, historia, literatura,etc.) para la inteligencia de las Escrituras, con tal de aplicarlas verdaderamente al servicio de las Escrituras, es decir, con humildad y reverencia y la invocación de la gracia divina: << El que se dedica al estudio de las Sagradas Escrituras…, no deja de pensar en aquella máxima apostólica: la ciencia hincha, la caridad edifica (I Cor 8,1); porque sentirá que a pesar de haber salido rico de Egipto, si no celebra la Pascua, no podrá salvarse >> (S.Agustín, De doctrina christiana, 2, 9,14).
VERACIDAD E INERRANCIA BÍBLICA
Todo aquello que el hagiógrafo afirma, enuncia o insinúa, debe retenerse como afirmado, enunciado o insinuado por Dios, que no puede ni engañarse ni engañarnos. La veracidad indica la adecuación de lo que se dice con lo que se piensa o siente; la inerrancia significa carencia absoluta de error. Por tanto, en la Sagrada Escritura no puede haber error alguno, porque siendo toda inspirada, el autor de todas sus partes es el mismo Dios.
En las cosas de la naturaleza, que son propias de las ciencias físicas, etc. Dios no ha querido enseñar de modo sobrenatural a los hombres la íntima constitución del mundo visible y, por tanto, tampoco los autores sagrados han afirmado nada propiamente sobre esta materia. Lo que realmente sí enseñan son las verdades necesarias para nuestra salvación: la creación del mundo y del hombre por Dios, la providencia y gobierno del mundo por Dios y la libertad y omnipotencia que tiene Dios para hacer milagros. Se suelen dar dos razones de conveniencia, que nos ayudan a entender por qué Dios no ha revelado la íntima constitución del mundo visible: primera, el conocimiento de esas cosas no afecta directamente a la doctrina de la salvación; y segunda, , precisamente esas cuestiones las ha dejado Dios a la libre investigación de la ciencia humana. Por ello, los hagiógrafos aluden a los fenómenos de la naturaleza usando las expresiones y los conceptos normales de su época y área cultural. Por haber escrito en épocas ya antiguas respecto del desarrollo de las ciencias, suelen los autores sagrados acomodarse a las cosas tal y como son captadas inmediatamente por los sentidos, y en su interpretación vulgar de todas las épocas: el sol sale, la luna se pone, etc. Es petulancia superficial la de quienes, sobre todo en el siglo pasado, exigían a los autores sagrados que hubiesen hablado según las teorías científicas más modernas, a veces rechazadas después por la misma ciencia. Gracias a Dios, los hagiógrafos han hablado con un lenguaje sencillo, de modo que todos los hombres pudieran entenderlos, aplicando un mínimo de sentido común.
En cambio, en materias históricas, la cuestión es bien distinta. Si la explicación de fenómenos de la naturaleza es asunto en que no tiene por qué entrar la Revelación Divina, la historia humana, en cambio, tiene en muchos aspectos una conexión estrecha con la verdad revelada. La causa es que la Revelación bíblica no se ocupa sólo de verdades abstractas, sino también de la intervención misericordiosa de Dios en ciertos acontecimientos de la historia humana. Los fundamentos de la Revelación Cristiana y los grandes dogmas están muy enraizados concretamente en la historia. Por ejemplo, que el mundo fue creado, por Dios, está en la base de toda la revelación acerca del concepto de Dios, del mundo y del hombre. Que Jesucristo nació de Santa María Virgen por obra del Espíritu Santo, sin concurso de varón, es una verdad realmente acaecida en la historia y que está en el centro de la fe cristiana. Que Jes´su murió y resucitó en tiempos de Poncio Pilato, es el acontecimiento histórico esencial de la historia de la salvación y no es cambiable ni renunciable, ni puede tomarse en un sentido que negase su exacta historicidad.
LA LECTURA CRISTIANA DE LA BIBLIA
«Aquí van a ser leídas letras no de un señor de la tierra sino del Soberano de los ángeles. Si de esta manera nos disponemos, la gracia del Espíritu Santo nos guiará con toda seguridad y llegaremos hasta el mismo trono del Rey y alcanzaremos todos los bienes por la gracia y el amor de Nuestro Señor Jesucristo, aquien sea la gloria y el poder, junto con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siemore por los siglos de los siglos. Amén» (San Juan Crisóstomo, Hom. sobre S.Mateo, 1,8).
S. Juan Crisóstomo llama a las Sagradas Escrituras cartas enviadas por Dios a los hombres (cfr In Gen. hom., 2,2). Siendo ello así, lo primero que hemos de hacer al leer la Sagrada Escritura es fomentar en nosotros un afán y una ilusión santos por conocer y meditar el contenido de esas cartas divinas. Por eso ya S.Jerónimo exhortaba a un amigo suyo: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; es más, nunca abandones la lectura sagrada» (Ad Nepotianum, Ep. 52, 7,1).
El Concilio Vaticano II «recomienda insistentemente a todos los fieles…, la lectura asidua de la Sagrada Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Phil 3,8), pues desconocer la Escritura es deconocer a Cristo (S.Jerónimo). Acudan con gusto al texto mismo: en la liturgia, tan llena de las palabras divinas; en la lectura espiritual, …Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos las divinas Escrituras (S.Ambrosio)» (Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, n.25). Por su parte San Pío X precisaba que «la lectura de la Biblia no es nevcesaria a todos los cristianos, porque ya están enseñados por la Iglesia, pero es muy útil y se recomienda a todos» (Catecismo Mayor, n. 884).
Para hacer una lectura provechosa hemos de partir necesariamente de la obediencia a la fe de la única Iglesia de Jesucristo; fe, concretamente, en todo lo que la Iglesia profesa y enseña sobre el Canon de los Libros Sagrados, sobre su inspiración divina, sobre su inerrancia y veracidad, sobre su historicidad, sobre su autenticidad. Fe, en definitiva, en que Dios es el autor principal de los Libros Sagrados y en que éstos contienen la verdad salvadora, sin error alguno.
También es necesaria piedad y santidad de vida para poder entender la Sagrada Escritura. En el crecimiento de la inteligencia de la Palabra de Dios escrita, el hombre debe disponerse por la oración a recibir las luces que nos vienen gratuitamente del Espíritu Santo. Quien lee, medita o estudia la Biblia debe buscar en la oración asidua, en el trato con Dios, la comprensión de esa palabra santa. No está en la mucha filología, arqueología, sociología, psicología o en cualquier otra ciencia humana el penetrar los secretos de las divinas letras, sino en el afán por alcanzar la santidad personal de vida, y por tanto en la luz de Dios.
Se necesita igualmente la virtud de la humildad, que nos haga niños delante de nuestro Padre Dios. Sólo así se cumplirán en nosotros las palabras de Cristo: «Yo, te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los pequeños» (Mt 11,25).
Esta humildad y piedad se manifestarán en el cristiano por la prudencia en no permitir ni admitir opiniones temerarias que estén al margen de lo que el Magisterio de la Iglesia y la Tradición han enseñado constantemente; por la firme convicción de que nunca llegará a demostrar verdades de orden sobrenatural y, por tanto, de que no se conquista sino que se acepta gozosamente todo lo que Dios ha revelado, tal y como el Magisterio de la Iglesia lo propone. Ante la grandeza de los misterios divinos el cristiano debe sentir la humilde alegría de que su inteligencia no puede abarcarlos. ¡Cómo puedo yo, que soy un ser finito y pequeño, comprender la infinitud y grandeza de Dios? Por eso el Santo Pontífice Pío X escribía citando un texto de S.Anselmo: «El afán de entender moverá nuestra razón, la humildad hrá que se aquiete donde no pueda entender: ningún cristiano, en efecto, debe disputar sobre cómo no es realmente así lo que la Iglesia Católica cree con el corazón y confiesa con la boca; sino manteniendo siempre sin dudar la misma fe y amándola y viviendo conforme a ella, buscar humildemente, en cuanto pueda, la razón de cómo es. Si logra entender, dé gracias a Dios; si no puede, no saque sus cuernos para impugnar (cfr I Mach 7,46), sino baje su cabeza para venerar» (Enc. Communium rerum, 21-IV-1909).
Finalmente, decídase el lector con estas disposiciones a la lectura de los Libros Santos, en los cuales, si así lo hace, sabrá encontrara a Cristo, pues según decía S. Agustín: » La Escritura divina es como un campo en el que se va a levantar un edificio. No hay que ser perezosos, ni contentarse con edificar sobre la superficie; hay que cavar hasta llegar a la roca viva: esta roca es Cristo (I Cor 10,4)» (S. Agustín; In Ioan. Evang. tractatus, 23,1).
Sagrada Biblia. Evangelio según S.Mateo. Ediciones Universidad de Navarra. Pamplona -1976
Nota: La imagen de la Biblia es de El Codex Sassoon, que data del año 900 aproximadamente; la Biblia hebraica más completa y antigua.










